Te miro y me dejas. Lentamente te persigo con la mirada.
Lo que no enciende mi adicción se pierde en la nada, en el todo, en el aire, en la pureza: esa miserable que ufanamente muestra sus títulos de nobleza por no poseerte.
¿Qué sabe de nosotros? ¿Qué sabe de poseerte? ¿Qué de disfrutarte tanto en los labios como en las entrañas? ¡Nada!
Nos hicimos íntimos en el momento en el cual las soledades abatían nuestras ambiciones; nuestros apetitos se vieron consumidos en una serpenteante escalera hacia abismos celestiales.
Te miro y sin siquiera mirarme, me hechizas. Te vas, te alejo, intento aferrarte a mis manos, rozar tu sedosa esencia.
Imposible, te alejas más y más. Me dejas y lo que alimenta mi adicción agrieta la tan temida caja de aquel mito heleno.
Mis dedos te desean más que a la tentación de perderte. Explotan en mil los trozos que unifican mi cosmos. Desafiando la existencia deseo que sigas unida a mis días y que estos se convierten en noches.
Nunca sabremos cuál es el último instante del primer momento, al menos no hasta que los músculos reposen mansos, lejos de la tensión acostumbrada; olvidando el motivo, el donde y el cuándo, las nubes y el irremediable encanto.
© 2005