De la ignorancia sabia

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Nos – y se – llevará vidas vivir con la sabiduría que teníamos de pequeños, sin haber sido demacrados por el pensamiento y la erudición, tanta veces inútil y excesivo; las respuestas más simples, aunque no aprendidas, suelen ser correctas.

Deberíamos de aprender el saber para reconocer que en la ignorancia vive la sabiduría, sin leyes ortográficas ni apoyos académicos ni diccionarios, sin caer en el milenario ciclo amnésico anterógrado. La sabiduría no se gana ni se aprende: es legado de proyección. Nuevas tecnologías serán dadas y blasfemo aquel que atreva a medirse con un iletrado; se siente cobarde quien asume injusticias o justificaciones a priori por el mero academicismo, lejos de un reconocimiento in situ de aquella caverna.

¿Cuánto insulta no reconocer la propia ignorancia si en ello también se desconoce como ciencia la aptitud adquirida que rebate esa ignorancia? ¿Cuánto por desconocer tanto nuestra ignorancia como la capacidad de trabajarla? ¿Acaso lo aprendido por imitación meramente funcional difiere de la imitación académica? La caverna siempre será en penumbras.

De captar en toda su dimensión las respuestas de quienes la ignorancia les quita rodeos, nuestras mentes se dispararían más allá de cualquier estimulante y el intercambio lograría potenciar y explotar en cien – la sabiduría es inter-pretación – nuestros egos. Pocos escuchan y leen sin diccionario, sin jerarquías intelectuales, pocos ven lo inmenso de la simpleza; la fuerza de lo claro les provoca hielo de typos empantanados en el azúcar de la soberbia; reguladora, inequitativa.

Deberíamos de aprender a vivir en armonía con los días, la luna y la noche; sigamos al sol en el amanecer, mediodía y atardecer: porque el comienzo siempre es oscuridad hasta que, desde el Este, llegan soplando rayos que dejan ver la obra, intuición y resultante, vida y muerte.


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