La rosa del río

Se enciende el fuego, el gentío curioso contempla las danzas en honor a Wolfang Amadeus. La ciudad se viste con la magnitud de Poseidón por estas campiñas, sin dudas un espectáculo liberador. Mi piel se trasmuta sumergida en su agilidad: se eleva lentamente, cae en picada, golpea crudamente con el fondo para tomar fuerzas y volver a elevarse graciosamente en un perfecto ritmo clásico. Mi florecer se mezcla con el del agua en este ocaso. Los espectadores se aturden y pierden en desinterés.

Rosa del río, veo arte en el paso acelerado de tus peatonales, en sus cantares, en tus pedregales y en tus esquinas. Lo veo en tu perversión, lo veo en tu pureza santa. Lo veo en tu florecer, en tu crecimiento, en tu aroma, en tus ambientes. ¡Eres tan tuya! ¡Tan tanto!

Mentalmente me encuentro una y otra vez en ese sitio que cobijó mis lamentos y les enseñó a encontrarse en el anonimato, a ser y crecer, a reconocerse, a apagar el ruido para escucharse entre tanto bullicio y arrebato y luego desaparecer.

Pero, hablaré de ello en otra ocasión, ahora la orquesta de Miller suena, mi mente impide concentración: ¡Swing! ¡Swing! ¡Swing! ¡Vive el cielo!


© 2006