Dicen que un mimo vivía en una inmensa roca, él era el mejor de todos, soplaba y creaba maravillas, aunque no tenia aliento al soplar. Su paraíso no era más que algo de pasto, roca sólida, tierra roja, un arroyo, y el perfume intachablemente delicioso que dan estos últimos al combinarse…
También dicen que la gente venía de todos los puntos cardinales y se reunía al atardecer en la plaza debajo de su roca, todos los días, esperando su asombrosa actuación.
El día de hoy salió como todos los días, sin emitir sonido alguno estiro sus brazos y comenzó a marcar perfectamente, de una forma asombrosa los limites de una caja, que luego se convirtió en un pesado bagaje; sus brazos temblaban, sus venas al limite de explotar, apenas un gesto de suspiro denotó que había soltado el elemento.
Se inclinó, abrió la tapa y de su supuesto interior sacó lo que parecía ser una flor, la olió, y tomando sigilosamente un frágil florero la colocó dentro. Casi al instante de finalizar ese movimiento, ubico el aparente florero detrás de él, a su izquierda, casi sin poder ser advertido.
Terminado esto se sentó a esperar.
Los espectadores exaltados coreaban su nombre como quien fuera el mismo Mesías.
Al correr de los minutos el vulgo empezó a murmurar y preguntarse que es lo que sucedía, ¿por qué no hacía morisqueta alguna? De pronto, un niño foráneo, uno de los tantos que por primera vez observaba el espectáculo, se acercó, gesticuló una fuerza enorme hacia su izquierda, como si de su vida dependiera correr eso que allí se encontraba, tomó la flor y con los dedos de su mano derecha comenzó a hacer un pequeño hoyuelo en la tierra; la gente observaba inquieta sin comprender.
Del aire tomó una regadera, y vertió el agua sobre la flor, luego vino un gesto de exaltación extrema; miró al artista de lo invisible y se sentó a su lado.
El mimo sonrió, sus labios se abrieron, la multitud atónita se acercó temerosa ¡al fin conocerían su voz!, entonces fue cuando dijo:
-Tu que también lo has visto, has comprendido… -sonriendo cómplicemente y meneando su cabeza levemente arriba y abajo- has descubierto mi secreto… gracias… llegó mi hora de marchar…
Se levantó, y con lo visible, comenzó a caminar sin rumbo, dejando su paraíso.
Y así fue que el niño jamás emitió sonido alguno hasta la llegada de otro que aprendió a mirar sin limitarse.
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