Descifrando a Biznikke

Nunca me gustaron los acertijos ni las adivinanzas, siento como un baldío en primavera la trampa nacida para extraviar, adrede, nuestras neuronas hacia una solución; laberintos, Faunos. A decir verdad, no detesto al acertijo en sí, sino a la necesidad de aquellos cráneos que adoran actuar tal brújula apuntando al sudeste. Siendo aún más sincero debo reconocer que disfruto el éxtasis de llegar a buen puerto, sentir explotar mi vanidad al descubrir el cifrado. ¿Será un talento no desarrollado hacia el no ganar? Avenida bipolar; acceder al juego legitima la estafa. No sé de ganar ni perder; monotonía, autoestima.

«Sos brujo», repetían mis amigos. «Nah», respondía falsamente modesto a sus halagos. Digo falsamente porque, por más que lo disfracemos, sabemos cuándo algo requiere cierta dedicación. Lo sabemos y atesoramos más allá de su auténtica inutilidad. También lo digo por esa legitimación encubierta, el doble discurso que intento maquillar y habrá notado.

Falsa modestia; no sé de donde nace, tal vez es una cuestión cultural o familiar. La señora de la otra cuadra solía asegurar que el tema está en desarticular toda viabilidad de envidia. La envidia mata, Esto te pasa por la envidia que te tienen, solía decir mientras sus caderas marcaban un dislocado «un, dos, tres» al caminar con ayuda de su bastón. Le era tan imposible darse a la fuga como a su vecino, dueño de una bici arqueada por el peso, los años y la tristeza fundida en sus horquillas como sarro en la ducha. La tristeza es sarro y en este pueblo el sarro abunda. Dicen los que saben que es por el agua. También dicen que hay que ponerle una bolita a la pava para que el mate no te provoque acidez. La bolita va y viene, raspando el metal como Edilgio, el afilador, que también anda en bici mientras hace sonar un silbato. A Edilgio nadie lo envidia. Al contrario. De todas formas, parece ser feliz. Tal vez la señora de la otra cuadra este en lo cierto.

Volviendo a los acertijos: Internet es uno de ellos. No por los íconos y navegaciones progres que deducen accesibles los diseñadores, sino por la cantidad de información que tenemos que contrastar: las preguntas se disfrazan en respuestas fuleras que actuarán, tal calibre, para dar con la solución. Creo que eso le pasó a Clyde en el momento que su segunda pareja la dejó porque no dejaba de pensar en la primera. Nunca supe si era hombre o mujer; poco importa. Me gustaba imaginar que iba de acá para allá con Bonnie; ahora ambos tres son recuerdos lejanos y se confunden en la memoria. La proximidad suele esconder la cercanía de un pasado en el cual

alguna vez fuimos felices

disfrazados en austeridad;

se vuelve a enredar

el presente

de telarañas acorraladas,

en el rincón más húmedo del hogar

mientras

se agota la garúa del desconsuelo

pintando ladrillos carmesí,

escarlata;

la sombra tostada y su limosna se ocultan en la paridad.

Ella – o él -, ofrecía como enseñanza que no se puede confiar en el paralelo de lo pasado con lo vívido; en mi caso, el pasado que siempre brilla tras un tiempo de ausencia fue presente renegado: lo hubiera dejado de lado en el momento que sucedía. Suelo decir: soy un gato jugando con el reflejo y, en la caricia, mis desolaciones se esparcen por el aire como pelos formando anécdotas.

– ¿Te acordás cuando fuimos al río?

– Si, pocas veces me aburrí tanto – respondí.

– Te digo esa vez que a Biznikke lo corrió el fiolo

– Si, me refería a lo mismo – la sonrisa se dejó ver.

– ¿Me vas a decir que no lo pasaste bien? ¡Las anécdotas que tenemos de ese día!

Sin dudas, fue presente renegado; las anécdotas esfuman los espacios vacíos e inyectan momentos que, creemos, salvaguardan los lazos cuando, en realidad, éstos se centran en todo lo que no sucede, pero que rodean lo sucedido.

Aquella noche en cuestión se manifestaba para una remerita y unos cortos, sin embargo, entrando a la madrugada se hizo evidente la necesidad de un buzo. Me habían regalado uno con capucha y cangurito, ideal para quien, tal prestidigitador, quisiera esconder algo en sus manos; nada por aquí, nada por allá. El pueblo era pequeño y costero, de esos donde el aroma a río se hace imperceptible entre el de salsa que emanan las casas en fin de semana y lo frito de las rotiserías donde una cortina impregnada de pedidos añejos separa el Ya voy del Bueno. Ese pueblo también debe haber tenido sarro en sus pavas. Seguro que sí. No quise entrar al burdel; mis amigos ya sabían que no iba a hacerlo. Uno de ellos, por motu propio, me acompañó en una charla que enmascaraba la incomodidad de perderse uno de esos momentos.

Vimos pasar a nuestro amigo corriendo y, en vez de disfrutar la clara inconexión, decidimos compartir la fuga que llegó a su fin en un punto aún más inhóspito del pequeño pueblo para intercambiar prendas. Mi buzo de prestidigitador fue a parar al prófugo y su gorra en mi cabeza, intentando borrar la congruencia de altura que habrían de buscar. La noche pasó ensamblada a un molesto temor, imagino, semejante al que experimentan las presas de caza ante un crujir de ramas secas.

Narrado de esta forma pierde magia. Lo mismo sucede con todo rito social. Creo que esconder nuestra fragilidad en el calor de las metáforas nos da aire entre tanto compromiso. La metáfora sube, mientras la fría realidad baja, para acercarnos a la pureza más allá de las nubes de smog; tabaco del consumismo, industrialización.

Suelo preguntarme: en cada anécdota, ¿cuánto hay de imaginación y cuánto de memoria? Por momentos creo que la imaginación es recordar viajes del soñar y la memoria una construcción desde sueños. Entonces es cuando llego a pensar que el relato forma parte de los dos y en cada racconto pasa a ser real, olvidando la memoria subjetiva y negando la imaginación. Medias tintas, zapatos de gamuza; azul.

Esta madrugada, tras el café, comprendí que la melancolía del recuerdo vive en aquellos que escuchan tangos para pensar en «Volver» – a ningún lado -; merodear la vuelta al tiempo enlazando olores, sentimientos y palabras de algo que ya no está, y quizás nunca estuvo, en lo presente; perfumes de flores marchitas. Estoy convencido de que, para descifrar anécdotas, suele ser necesaria una llave que solo tendrán quienes fueron presente en ese pasado.

Entre papeles y fotos viejas encontré la llave de esa noche: en una sociedad tan tirana como aquella, el egocentrismo de los padres tiene un gusto muy semejante a libertad; punzante libertad. Maduro: tal vez esa llave era del secreter que colmaba de recuerdos en mi adolescencia; poco importa, el mundo es confusión y Bizznike, chocolate.


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